Hace muchos años, cuando era estudiante, vivía en un pueblo en las afueras de Madrid. Un día salí a pasear por el campo y a lo lejos divisé a un hombre mayor que se acercaba lentamente. Cuando estaba casi encima de mí, esquivé su mirada, pero pude escuchar un «buenas tardes». Respondí a destiempo y con atropello porque me sentí avergonzado por mi mala educación. Total, yo era hijo del asfalto y eso me había convertido en un ciudadano que sólo quería pasar desapercibido en los pueblos. Pero había faltado a la verdad más sencilla de la comunicación: el saludo personal.

Cortesía, protocolo, educación, civismo… Esas normas se han perdido en las grandes ciudades donde la vida de millones de abejas ...

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